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El Arte de disfrutar de los Pequeños momentos

Durante la juventud nos empeñamos en tenerlo todo, en alcanzar todas las metas que nos proponemos y hacerlo, además, de manera inmediata: terminar la carrera, encontrar un trabajo, comprar un piso, conseguir un coche, quizás casarnos o ser padres. Todavía no hemos aprendido a cultivar la paciencia, y tenemos una necesidad extrema de “atrapar la vida”, porque parece que cada minuto debe vivirse intensamente. Sin duda así es, pero a menudo, tales prisas nos impiden disfrutar de los pequeños momentos de lo cotidiano, de esos placeres tranquilos que no llegamos a valorar hasta la madurez: vamos con tanta rapidez a todos los sitios que no podemos ver el camino ni los brillantes colores que lo salpican. No hay manera de cambiar ese orden de cosas, pues se trata de un aprendizaje que sólo puede conseguirse con el propio transcurrir de la vida.

Disfrutar de los pequeños momentos es un verdadero arte que puede estar presente en muchos aspectos de nuestra existencia. Por ejemplo, en los viajes. Pero no únicamente en aquellos grandes trayectos que nos obligan a coger un avión. También la belleza puede estar en un paseo sencillo junto al río en el que nadábamos de niño, o en el viaje de un personaje que pueble las páginas de un libro que acabamos de comenzar, y que saboreamos en las tardes de otoño junto a una humeante taza de café. Porque, ciertamente, una vez que dejamos de estar atados a un trabajo podemos gozar del inmenso placer de ser dueños de casi todo nuestro tiempo, y poder dedicar horas y horas a aquello que nos hace feliz, y que durante años hemos aplazado por las obligaciones laborales o familiares. Ahora podemos pasar las tardes acompañando a nuestros nietos, si los tenemos, en sus juegos, pero también podemos optar por quedar con un amigo o amiga y disfrutar de una buena conversación compartiendo momentos, vivencias y recomendaciones. Esa capacidad de elección que se extiende hasta a los aspectos más nimios de la vida es otra de las grandes maravillas de la madurez: las obligaciones disminuyen y seguimos estando activos para hacer de cada día una experiencia.

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Placer es también poder compartir con otros nuestros conocimientos y habilidades. Por eso, el voluntariado se convierte en una actividad preciosa, por la que podemos devolver a la sociedad parte de lo que nos ha dado. Todos tenemos alguna habilidad que seguro que alguien puede aprender o de la que alguien puede beneficiarse: algunos sabrán francés, otras podrán ser maravillosas profesoras de bordado, y habrá quien sea feliz repartiendo comida entre quienes lo necesiten. Se trata de encontrar una vocación, que a lo mejor ha estado dormida durante décadas y ahora podemos recuperar en forma de curso para adultos o inscripción en la universidad para mayores. Además, las nuevas tecnologías posibilitan que cada vez sea más sencillo, por ejemplo, aprender idiomas conversando en vivo y en directo con personas de países muy lejanos. Y si no dominamos los entresijos de un ordenador, aprenderlos puede ser nuestro particular pequeño placer.

Hay tantos pequeños momentos como personas, y aunque sean pequeños por su duración o por no tratarse de eventos señalados, en realidad son enormes: es a través del abrazo de un nieto, de las risas con la vecina o de una cena deliciosa donde se encuentra la magia de la vida, esa que nos permite seguir disfrutando de cada momento como cuando éramos niños, porque ahora tenemos, de nuevo, la inmensa suerte de poder ser dueños cada minuto, olvidándonos de las obligaciones, igual que hacíamos cuando nuestra máxima preocupación era llegar a tiempo a casa para comer la merienda que nos había preparado mamá.

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